Llovía. Llovía en Génova como si se fuera a terminar el mundo… Y en parte para ella lo hacía. Corría agosto del año 47 y Lola se encontraba en una playa despidiéndose del que sería el otro amor de su vida.
—Nos despedimos dándonos un beso… Antes los besos tenían importancia, no como ahora…—Explica como si yo fuera incapaz de comprender lo que significó aquel momento.
Ahora Lola tiene 87 años y está dispuesta a contar cómo Facebook le devolvió aquel amor y con él, la vida.
Es una mujer con una amplia sonrisa. Se le percibe presumida. A pesar de no salir de casa en todo el día tiene los labios pintados y la cara maquillada. Lleva puestas unas modernas gafas azules y entre sus dedos varios anillos que toca de vez en cuando. Está sentada en una butaca del salón jugueteando con el cable del oxígeno que tiene para poder respirar bien… Fumar durante más de 60 años tiene sus consecuencias. En una de las paredes de la habitación hay un mueble enorme lleno de fotos y, sin embargo, en ninguna aparece su verano en Italia. De esa época solo conserva una y está guardada en una caja que ha sacado para la ocasión.
—Por dónde empiezo… —Piensa en voz alta mientras alarga la mano para coger un caramelo.
Lola era la menor de seis hermanas, por aquel entonces vivía con su madre y estaba prometida con Martín, un hombre de Otxandio que por cosas de la guerra había terminado viviendo en Vitoria. Conchita, la mayor de todas, hacía tiempo que se había casado con un italiano y se había mudado a Génova, donde residía con él y sus hijos. El verano de 1947, recién instaurada la República de Italia tras la muerte de Mussolini, decidió ir a visitar a su hermana sin saber que ese viaje rompería los esquemas que tenía.
Llegó con la idea de pasar tiempo con Conchita y sus sobrinos, y se topó con un país que le permitía moverse con mucha más libertad de la que podía disfrutar en España. Algo tan simple como ponerse un bikini le parecía todo un mundo. La vida en Italia le fascinaba: iba a cenar con su hermana y su marido, conocía a gente, entraba y salía casi cuando quería… Y entre idas y venidas conoció a Mario. Le describe como si estuviera sintiendo en este momento lo mismo que la primera vez que le vio:
—Era un hombre moreno, con ojos verdes… ¡Qué guapo era! Tenía el pelo engominado hacia atrás y una sonrisa preciosa.
Lola se queda un momento callada, como si estuviera recordando cada parte de él, pero no dice nada más. Vuelve a tocarse los anillos y exhalando un suspiro sigue contando su verano en Italia.
Mario y ella empezaron a quedar a menudo. Los planes cada vez eran más continuos pero los días cada vez eran menos. Tomaban helado, iban a bailes con amigos, paseaban por la playa, visitaban pueblos cercanos… Hablaban y hablaban… Cualquier plan era bueno para pasar un rato juntos. Eran dos personas con sentimientos más allá de lo que una amistad conlleva, pero ninguno de los dos era capaz de confesarlos. Él porque sabía que ella estaba prometida y que sus días en Italia estaban contados; y ella porque no sabía qué le pasaba. Quería a su novio, pero sentía que también lo hacía con Mario. Como dice la frase, “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Nunca hablaron de su relación. Quizás no hacía falta porque los secretos son más bonitos cuando se callan… O quizás, porque la confesión por parte de uno de los dos podía provocar que se rompiera algo que todavía no había empezado.
No hay nada como desear que no llegue una fecha para que los días vayan más rápido que nunca. Y así, como si todo el verano se hubiera resumido en un paseo, llegó la despedida. Llovía en Génova. Llovía como si se fuera a terminar el mundo. Mario y Lola caminaban por la playa sabiendo que había llegado el momento que tanto temían. Iban casi en silencio, ellos, que eran tan habladores. Mario se detuvo y por arte de un impulso le pidió a Lola que se quedara, que no se fuera. Pero ella no fue capaz de responder nada, solo le miraba mientras trataba de no llorar.
—¡Claro que dudé! No tenía ni idea de qué hacer… Pero aquí me esperaban mi madre y Martín… Y tenía que volver.
Lola seguía callada. Fue entonces cuando Mario le cogió la cara y le dio un beso. El primer y único beso que se dieron fue el broche perfecto para un verano que nunca olvidarían.
Vuelta a Vitoria
Lola me mira dándome a entender que así terminó aquel verano. Su cara muestra una sonrisa pícara que poco tiene que ver con el momento que acaba de contar. Solo ella sabe que lo mejor de la historia está aún por llegar.
Lola volvió a Vitoria con su madre y su prometido, y ahí ha permanecido hasta ahora. Cuando regresó, contó su viaje de principio a fin, estaba todavía emocionada con la experiencia que había vivido. Lo describió casi por días, dando todo lujo de detalles, exceptuando, como era de esperar, la historia que solo ella y Mario sabían. A él le presentó como un buen amigo que le hizo de guía por Italia, e incluso enseñó la única fotografía que se había traído con ella. Eran Mario y ella en la playa, pero la foto estaba recortada porque ella aparecía en bikini y, por aquel entonces, en España no estaba bien visto que las mujeres
lucieran así en la playa. Nada habló de sus dudas, ni de sus ganas por alargar un poco más su estancia allí… Tampoco contó nada de aquel beso. Esa parte del verano se convirtió en su mayor secreto durante años.
La vida siguió su curso en Vitoria. Al principio, todo le recordaba a Italia, pero el tiempo siempre hace que los recuerdos vengan a la cabeza con menor frecuencia. Lola se casó con Martín, como estaba previsto, y tuvieron tres hijos.
—Fui muy feliz. Muy, muy feliz. Me dio los mejores momentos de mi vida.
Lola me mira haciendo especial hincapié en sus palabras. Habla de forma convincente y su mirada se vuelve seria mientras explica que ha querido a Martín como a nadie. Se aprecia en su voz y en sus gestos la necesidad de dejar claro que no se equivocó, que la mínima duda del amor hacia su marido le supondría más que un disgusto.
Vuelve a alargar la mano para coger un caramelo. Se nota en su movimiento que ha sido una mujer fumadora. No parece que esté muy contenta con haberlos sustituido, pero por su tos se diría que ha sido lo mejor.
—Le escribí una carta a Mario un año después… No le decía gran cosa… Que me casaba con Martín y que quería que siguiéramos siendo amigos. Pero no me contestó.
O al menos eso es lo que ella pensó durante años. Dejó de plantearse si la había recibido, dejó de preocuparle si le respondía y dejó de preguntarse si había hecho bien. Simplemente, acabó olvidando todo aquello.
Los años siguientes
Resume su vida con alegría, destacando en varias ocasiones que ha vivido muy bien, frase recurrente en aquellas personas que han pasado por una posguerra y saben lo que es no tener nada que llevarse a la boca. Lola dedicó su vida, como tantas mujeres de la época, a cuidar de sus hijos y de su marido.
Desgraciadamente, en el año 2000 Martín muere por un cáncer. No pasó ni un mes desde que se lo diagnosticaron hasta que falleció. Se le quiebra la voz recordando lo rápido que sucedió todo. Parece que se ha acordado tantas veces de aquel momento que ya no le quedan lágrimas. Es como si estuviera acostumbrada a ese recuerdo y eso hiciera que fuera más llevadero. Mientras se queda pensando en silencio, saca de la manga un pañuelo y juguetea con él. No lo usa, simplemente lo abre y lo cierra. Sigue callada y el silencio comienza a ser incómodo. Tras unos eternos segundos, coge aire y suspira con fuerza. Sabe que tiene que continuar aunque se intuye que daría la charla por finalizada aquí mismo.
Una de las mañanas posteriores a la muerte de su marido, Lola se encontraba tirando y ordenando papeles del despacho cuando, de pronto, dio con algo que no esperaba. Era una postal de Génova e iba dirigida a ella. El corazón se le aceleró de tal modo que tuvo que sentarse en el butacón que presidía la habitación. No podía creer que 57 años después de haber enviado aquella carta tuviera frente a sus ojos la respuesta. No podía entender cómo Martín la había mantenido escondida tanto tiempo, pero, al fin y al cabo, quién era ella para hablar de secretos…
La postal decía así:
“Génova 29/3.
He recibido tu carta. ¡Ahora me explico tantas cosas! Mejor así, ¿no? Por lo menos, para ti. Por lo demás, como tú dices, queda la amistad. Claro que habría preferido volver a verte aquí conmigo… el año pasado. ¿Es mi mala suerte? ¿Es el destino? No lo sé. Lo que es seguro es que muchos sueños se han caído. Y, ¿no es necesario tal vez lamentarnos? Estoy muy, muy triste, pero por ti estoy contento. De saber que eres feliz. Y tanto a ti como a él os remito ahora mis felicitaciones. ¿Puedo seguir escribiéndote? Ciao.”
Lola mira la postal y se sonríe. Las cosas hacen más ilusión cuando no las esperas. Leerla años después respondió todas aquellas preguntas que intentó olvidar pero, después de tantos años, ya no sabía qué hacer con ellas. Tenía ganas de contar su descubrimiento a alguien, de compartir su ilusión pero, si lo hacía, tenía que contar la historia completa y eso supondría revelar su secreto.
—¡Acababa de enterrar a Martín! ¿Cómo iba a decirle a mis hijos lo de Mario?
Lola guardó la postal en la misma caja donde guardaba la foto y allí la mantuvo durante años. No fue hasta pasado el tiempo cuando, un día hablando con sus nietas, decidió contar aquel verano de 1947. Al principio, reveló su secreto sin mucho detalle, pero la ilusión con la que sus nietas escuchaban sus palabras hizo que, por fin, contara aquel viaje a Italia tal y como sucedió. Lo único que no se imaginaba, dentro de todas las reacciones que había pensado que tendrían, es que una de ellas decidiera buscar a Mario en Facebook. La probabilidad de que un señor de más de 80 años estuviera en esta red social era absolutamente remota. Sin embargo, el destino quiso que después de décadas sin saber nada de él, Lola le localizara. Alejandra, su nieta, le envió una solicitud de amistad explicándole que estaba buscando a un Mario de Génova que coincidió con su abuela un verano. No dio muchos más detalles por si se equivocaba de persona.
Los días pasaron y Mario no respondía el mensaje. Lola había perdido toda esperanza de que fuera él hasta que un día, Alejandra le llama para decirle que ha contestado y que, efectivamente, era él.
—¡No sabía qué decir! ¡Estaba nerviosa porque no sabía dónde me había metido, qué le iba a decir después de tanto años!
El reencuentro
Alejandra decidió que la mejor forma de que hablaran, ya que Lola no se llevaba bien con las tecnologías, era que quedaran un día para charlar por Skype. Y así, como por arte de magia, ese mismo viernes Lola se sentaba frente a la pantalla de un ordenador para hablar con Mario 62 años después. Citas así solo se tienen una vez en la vida, así que Lola pidió hora en la peluquería, se pintó como de costumbre y se vistió un poco arreglada. Estaba nerviosa, había olvidado casi todo el italiano y no sabía si iba a poder comunicarse con él. Ni siquiera sabía qué le iba a contar, ni por dónde empezar… Por no saber, no sabía si él le iba a recordar de la misma forma que ella lo hacía.
Eran las 6 de la tarde. Había llegado el momento de enfrentarse a su pasado y volver a ver a Mario. Lola estaba retocándose el pelo frente al ordenador cuando, de pronto, él aceptó la videollamada y se vieron el uno en la pantalla del otro. Ninguno acertaba a hablar. Se
miraban. Ella se tapaba la boca y le miraba. Él sonreía y la miraba. Hasta que, impulsivamente, Lola le preguntó si se acordaba de ella.
—“Llevo toda mi vida pensando en ti”, me respondió. Fíjate…
Lola me mira y se ríe. Le cambia la cara cuando recuerda este momento. Se nota que le hace ilusión aquella contestación porque, en cierto modo, ella también había pensado en él todo este tiempo. Estuvieron más de una hora hablando, poniéndose al día. Mario también se había casado y había tenido hijos. Sus vidas, después de todo, no habían sido tan diferentes. Recordaron aquel verano con el mismo cariño con el que lo vivieron.
Se veían de viernes en viernes. Lola siempre pedía hora para arreglarse el pelo y estar guapa para la cita. Llevaba tiempo haciendo siempre la misma rutina y ver una vez a la semana a Mario le había devuelto la ilusión por la vida. Sabía que jamás le volvería a ver en persona, pero solo con tenerlo al otro lado del ordenador le era suficiente. ¡Qué más podía pedir! Hacía unas semanas no sabía lo que era Facebook, ni Skype y, sin embargo, gracias a ellas había recuperado su relación con Mario.
Así estuvieron durante meses. Hablando y hablando… A ellos, que tanto les gustaba. Así siguieron hasta que un día Alejandra llamó a Lola para decirle que había visto en Facebook que Mario había fallecido.
—Me dolió en el alma, pero no lloré…
Intuía que algo así podía llegar en cualquier momento. De alguna forma, se había preparado. Tenía la suerte de haber podido hablar con él durante todos estos meses y haber podido despedirse igual que hicieron años atrás. Era consciente de que no hay nada tan bonito que nunca llegue a ser triste.
Lola me mira fijamente dando por concluida la charla. Sabe que he escuchado esta historia muchas veces pero que nunca he puesto tanta atención como ahora. No quiere preguntar por qué le he pedido que me la vuelva a contar. En el fondo, lo que más le preocupa es cómo queda la figura de su marido. Pero, lo que Lola no sabe, es que yo ya conocí cómo era mi abuelo, yo ya sé cuánto le quiso y ya sé cómo vivieron. Lo que mi abuela no sabe es que una historia como esta es casi imposible que la vivan las generaciones de ahora. Lo que mi abuela no sabe es que la vida es más bonita contada en besos, no en razones.